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Las comidas profundas
Le livre qui a fait découvrir Antonio José Ponte hors de Cuba.
Extrait
Uno
Un castillo en España...
Para referirse a alguien que hace planes imposibles, castillos en el aire, los franceses acostumbran a decir que es dueño de castillos en España. Por alguna razón les parece fantástica la idea de que se alcen castillos en la tierra de al lado.
Escribo sobre la mesa de comer. La mesa está cubierta con un mantel de hule, el hule con dibujos de comidas: frutas y carne asada y copas y botellas, todo lo que no tengo. Mi castillo en España es escribir de comidas. Sentarme a la mesa vacía y tapar con la hoja en blanco los dibujos de comidas y escribir de comidas en la hoja.
Un castillo en España por los años del descubrimiento de América o un poco más tarde, bajo el reinado del emperador Carlos V...
Se encontrarán dos reyes en ese castillo alzado al sur de la península, cerca de las naves que regresan de América. Que sea Sevilla, el Alcázar de Sevilla, sus jardines sembrados de palmeras, arrayanes, naranjos, los jardines por donde Carlos V e Isabel de Portugal se pasearon después de sus bodas.
Carlos V espera en el Alcázar de Sevilla la llegada del otro monarca. Para concertar su reciente matrimonio recibió miniaturas con retratos de todas las princesas casaderas de familias reinantes. Conoce por efigie a los otros reyes de Europa, los ha visto en monedas y medallas que le llegan como curiosidades. Pero de éste a quien espera sólo tiene descripción en palabras y son noticias confusas, encontradas.
Unos hablan de él en masculino, otros como si fuera hembra. La contradicción de estas noticias puede explicarse por lo prodigioso de las tierras donde reina. Esas tierras pertenecen ahora al César Carlos, a quien lisonjean con la imagen de un reino suyo donde el sol no consigue ponerse.
Carlos pasea su orgullo entre las aguas del Alcázar, espera por ese rey o reina que le debe vasallaje. Ha ordenado un festín para su recepción, habrá banquete y música. Y al fin, después de tanta espera, ve acercarse al séquito.
Se encuentran y todo lo que habían contado al emperador parece justo ahora. En el séquito vienen guacamayos vivos y gentecita de color cobrizo y hay alforjas de oro y de piedras preciosas. Han hecho un largo viaje para arribar a este jardín de España, el viaje más largo que pueda imaginarse y aún la imaginación no cubriría tantas leguas.
El monarca recién desembarcado merece los festejos con que lo reciben. Su presencia, como al emperador toca reconocer, es de veras magnífica. Carlos mira largamente y quisiera, a pesar de las prevenciones que le hacen, tenderle sus manos. Al final, con toda delicadeza, toma en sus manos a la reina o al rey, piña o ananás, como quiera que le llamen.
Se han dado cita en un jardín el emperador del Sacro Imperio y la reina de las frutas, el monarca de apetito más desmedido y la fruta más suntuosa entre todas las frutas del Nuevo Mundo.
La piña llega de donde nunca estará él. A Carlos corresponde esperar el regreso de las expediciones, depender de los sentidos y de la inteligencia de otros, de intereses ajenos. El Nuevo Mundo tiene a veces para él la forma de una intriga, de un complot. Y eso precisamente vuelve a sentir frente a la piña.
¿No le decimos a estar en un complot estar en la piña?
Los rodea el jardín mediterráneo. Por encima de los naranjos y de los arrayanes, de las aguas aromatizadas y de las palmeras, el olor de la piña embalsama el jardín del castillo. Virgilio Piñera lo escribirá después de esta manera: «El perfume de la piña puede detener a un pájaro en el aire».
Los trinchadores de la mesa del rey se han acercado. Carlos lleva la piña a su nariz de Habsburgo. El olor, tan penetrante, marea. Como si para percibirlo fuera preciso atravesar el océano y en ese olor estuvieran concentrados todos los vientos de la travesía.
Lo que sostiene el emperador en sus manos es el aire de todo su imperio. La luz de un sol que no se pone, de oro viejo, permanece en su cáscara. Carlos descubre la majestad de la piña, llega a considerar que un perfume semejante debería acompañar a las personas de los reyes. La piña es el león de las frutas y Carlos el león entre los monarcas.
Desatiende a los colores relampagueantes de los pájaros, al azoro de los indígenas. No se fija demasiado en el oro y las piedras volcadas en bandejas, está absorto en la piña. La observa del mismo modo en que observaría a una ciudad enemiga. Procura hallar la brecha por donde tomarla, revisa una armadura.
Los que rodean al emperador permanecen en silencio. Todo el jardín espera inmóvil a que la voluntad imperial caiga sobre la reina cautiva. Lo único vivo es el aletear de los guacamayos.
Unos siglos después, en medio de una disertación sobre el lechón asado, el ensayista inglés Charles Lamb escribe un elogio de la piña. Opina que es el mejor de los sabores, aunque quizás demasiado trascendente. Un placer, si no pecaminoso, tan semejante al pecado, que realmente la persona de conciencia delicada haría bien en detenerse.
¿Pudo ser Carlos V persona de conciencia delicada?
Hiere y excoria los labios de aquél que se le acerque, continúa Lamb sobre la piña. Muerde lo mismo que un beso de amante. Es un placer que bordea el dolor por la fiereza y locura de su goce.
Los guacamayos aletean en parejas, las mujeres y hombres indígenas comparten entre ellos el azoro, se refugian unos en otros. No existe piedra, por rara o exquisita que sea, que no tenga su doble en las alforjas. Aventan el oro pero el oro no es individuo nunca, sino género, elemento.
¿Quién dijo que el dinero era el quinto elemento de la naturaleza? ¿Auden?
La piña, a diferencia de todo esto, es demasiado impar a los ojos del César. En toda Europa, en millas y millas a la redonda, no hay otra como ella. Quienes tienen estudios teológicos lo saben, la fruta está más sola que un ángel e intuirlo marea lo mismo que marea su olor dulce y picante. En toda la tierra no hay otra piña para el emperador. Esto daría melancolía a cualquiera de los reyes melancólicos.
Treinta o cuarenta años después, viejo ya, retirado en el monasterio de Yuste, el antiguo emperador Carlos manejará caravanas de alimentos con el mismo empeño con que antes manejara los asuntos de gobierno. Correos que viajan de Lisboa a Valladolid se apartarán del camino recto y demorarán sus misiones con tal de llevar pescado de mar a su mesa. Desde Valladolid le llegarán pasteles de anguila, terneros de Zaragoza, piezas de caza desde Ciudad Real y perdices desde Jaén. Pondrán sobre su mesa anchoas de Cádiz, lenguados de Lisboa y aceitunas y mazapanes de Extremadura y Toledo. El mapa gastronómico de España será un plano de campaña sobre la mesa del viejo César Carlos. Sentado al centro de España, comerá ostras frescas a pesar de las distancias y los malos caminos hasta el mar.
Un estratega de la voracidad como él tuvo que sentir, treinta o cuarenta años antes, su imposibilidad frente a la piña. Es joven en el Alcázar de Sevilla, domina un gran imperio y de sus orillas más alejadas le han traído a esta reina cautiva y es en balde. Se conoce incapaz de comerla una vez y pasar luego sus días sin volver a tenerla, pendiente más que nunca de cada flota que arribe. Carlos teme que la piña (según Lamb muerde igual que un amante) le traiga la locura de amor de su madre Juana.
Se extendería entre ellos el océano que desconoce.
Sobre el emperador cae la tristeza que sienten los grandes monarcas, la tristeza del monarca extendido que no alcanzará nunca a pisar sus propios límites. Y al fin no prueba la piña ni le importa saber cuál de sus nobles come de ella.
Las comidas cubanas podrían empezar por esa piña que Carlos V no come.
A punto de devorar el único pequeño pan del día, he pensado en la falta que ese pan me hará más tarde. Lo mismo que el emperador. El día que me toca atravesar hasta otro pan pequeño es tan vasto como el océano desde Sevilla. Días y días marcados por una ración de prisionero.
Supongo que al norte o al futuro abundarán las piñas y los panes. Como un viejo cartógrafo que llena sus mapas de ballenas y eolos y gente de las antípodas, coloco en algún punto el Lugar De Donde Vienen Las Comidas Sabrosas (lo vi en una postal, un cuadro de Paul Klee). Y todavía llamo a ese lugar imaginario, Cuba.
Atiendo en el mantel a los dibujos de comidas. El mantel cae sobre la mesa como un mapa. El primer libro de ese país imaginario, Cuba, es el Espejo de Paciencia y ese libro habla ya de comidas:
Un cortejo de criaturas mitológicas –náyades, sátiros, ninfas, silvanos, centauros– se presta a la apoteosis militar de unos vencedores, uno de esos momentos en que el poeta está muy lejos de ser juzgado por su veracidad. El cortejo trae ofrendas de flores y de frutas, carnes de río y de monte. Pero nada de mar a la celebración de los poderes de la tierra. La única fecundidad parece ser la de la isla. En vano Tetis, Glauco, Proteo, las nereidas, focas y otras criaturas de sal se ofrecieron a participar en la lucha. (Del mar vino el enemigo).
Ninfas, centauros, son juguetes mecánicos como los que rodean a Carlos en su retiro de Yuste (otra pasión suya, junto a la gastronomía). Son juguetes de la retórica. Una ninfa de ésas no es más que una mujer disfrazada, un lugar común en la poesía del siglo diecisiete. Si acaso vive es porque carga un aguacate.
La cornucopia de todo lo sabroso se desborda en ese desfile virreinal de Espejo de Paciencia. Y en medio de ello, el poeta Silvestre de Balboa, si fue éste su autor, se duele de una comida que le falta, que sólo tiene en palabras:
De aquellas hicoteas de Masabo,
Que no las tengo y siempre las alabo.
Puede que sean éstos los dos versos más memorables del libro. Por la carne de jicotea, comida de relojeros que es preciso desmontar huesito a huesito, puede comenzar el deseo por las comidas cubanas.
Escribir de comidas es mi espejo de paciencia.
Bajo el mantel, la mesa debe tener esa memoria de los muebles de la que están seguros tantos espiritismos. Es una mesa vieja, la recuerdo de todas las mudadas. Llamo a una piña, a un castillo en España, a un emperador viejo y antes joven, a deseos de comer carne en mil seiscientos ocho. Llamo al espíritu de las viejas comidas, pregunto por sus secretos.