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Cuentos de todas partes del Imperio
Collection "Baralanube"
Extrait
Las lágrimas en el congrí
Aquí muy pocas veces los noticieros hablan de otras tierras, rara vez uno escucha lo que ocurre en otros países. Resulta tan vasto el nuestro, suceden en él tantos acontecimientos, que el interés decae más allá de sus fronteras. Y, encima, a muy pocas noticias del mundo pueden dársele crédito. Pues todo empieza a ser dudoso a partir de nuestro último puesto, del último vigía en la última atalaya. Lo sé porque he sido el único de la familia en viajar al extranjero, porque viví afuera dos años, hasta que el frío y la física atómica me hicieron regresar.
De esos años de estudiante cada vez recuerdo menos, aunque la otra noche todo volvió a estar claro para mí. En el televisor un noticiero ofrecía datos acerca de la inestabilidad política en el mundo y mi hermano menor, de apenas año y medio, tomó al vuelo unas palabras para repetirlas a su modo.
«Chechechionistas chechenos», dijo, y todos nos echamos a reír.
Por un momento imaginamos lo ridículo de una facción que desde el título parecía un trabalenguas. Unos aventureros que decían llamarse así, o que al menos soportaban ese nombre, ni matarían ni serían matados. Si acaso era guerra lo que buscaban, sería guerra de niños.
«Cheche... chionistas cheche...», intentaba de nuevo el menor de mis hermanos.
Mi padre nos hizo entender, con su gesto acostumbrado, que echaría un discurso y, en una mirada, mi madre volvió a advertirnos lo de siempre:
«A algo tiene que dedicarse si se queda en casa por las noches.»
Era el alcohol quien lo había enseñado a hablar tan bravamente. Conservaba de todas sus juergas la borrachera de las palabras y algo que parecía andarle mal en el hígado. Ante mi madre, sus siete hijos, tres nueras y dos nietos, el viejo empezó a considerar las ventajas de vivir juntos en nuestro rincón tranquilo del planeta: un apartamento de dos piezas sin balcón ni patio.
Cerró el puño de su mano zurda frente a nuestros ojos.
«Apiñada familia», exclamó.
Y para darle la razón, detrás del puño suyo, en la pantalla, apareció el mapa del país. El hombre de las noticias meteorológicas comenzaba sus predicciones. A un gesto suyo, todo un frente de nubes echó a andar y cubrió la tierra, pero mi padre nos llamaba a una ilusión mayor.
«Apiñada familia», repetía con el puño cerrado.
En vista de que quedaba mucho por oír, me acomodé lo mejor que pude. Y fue entonces que recordé a los Cabezas de Congrí.
Toda la tribu que formamos en nuestros años de estudio apareció ante mí como en una foto. Una a una, vi las caras de nuevo.
Bajo aquel nombre habíamos sido estudiantes de física atómica en un país lejano. La física atómica es una ciencia ardua. Del frío, mejor no hablar. Todavía, al despertarme de madrugada, me queda algo de aquel frío en los huesos... Era perfecto entonces, los domingos por la tarde, tan lejos de casa que podías ver la nieve, ser un Cabeza de Congrí. Quedaba a tu disposición el ron comprado en almacenes de artículos importados, a tu disposición el dominó, la música retumbante, las ruedas de casino que enlazaban cada vez más cercanos los cuerpos. Estaban las muchachas, los cuentos de relajo y las masas de puerco fritas con el plato totémico de la tribu, el congrí.
Entre nosotros estaba servido para las buenas y para las malas. Los ojitos negros de los frijoles, abrillantados con manteca de puerco como si alguien los hubiera pulido grano a grano, constituían la felicidad. Brillaban como las pupilas de las muchachas en el momento de prometer algo. Y su brillo admitía también los suspiros, sollozos, los dolores de corazón apretado. En pocas palabras, las lágrimas sobre el congrí.
Procurar frijoles negros en la nieve obligaba a negociaciones tremendas. Un venezolano nos llevaba aguacates hasta el Muro de Berlín y, gracias a un importador de mate, obteníamos cargamentos de yerbabuena para las mezclas del ron. Desde casa recibíamos planos que describían los nuevos pasillos de baile en el casino. Conseguíamos, en Wn, vivir como si no hubiéramos dejado atrás nuestra tierra.
El frío, sin embargo, nos cercaba y para llegar a ser un verdadero Cabeza de Congrí se hacía necesario pasar la prueba de la nieve. Una ceremonia, más o menos secreta, que consistía principalmente en caminar sobre ella, en aplastar a la enemiga paso a paso. La diWcultad de la prueba residía en el atuendo: los pies en chancletas de palo, el cuerpo vestido solamente con un pantalón de dormir y una camiseta, y la cabeza protegida por una media transparente de mujer.
Desabrigado y casi descalzo, al futuro Cabeza de Congrí le quedaba el único recurso de avanzar dando gritos.
«¡Pan con lechón!», debía entendérsele.
Al Wnal de la nieve lo esperaba el calor de la música y del ron y de las mujeres. El humo del congrí recién hecho ardería en su cara, podría meter los brazos congelados en la paila del arroz con frijoles, hundir la cabeza en un nacimiento inverso: ya era un Cabeza de Congrí.
Rito de iniciación tan curioso venía de una antigua batalla, anterior en mucho a mi llegada a la tribu. Sucedió que un grupo de muchachas de las nuestras regresaba durante una noche de invierno a la residencia de estudiantes y escapaba menos del frío que del acoso de una pandilla, tipos que llevaban sus atrevimientos cada vez más lejos.
Como eran de las nuestras, fueron capaces de entrar a la residencia en las mismas narices de los pandilleros y, al encontrarse a resguardo, gritaron por las habitaciones masculinas la ofensa recibida.
A sus gritos se sumaron los que daba en son de guerra la pandilla. Gritaban en una algarabía desconocida.
«Chechenos», reconoció alguien y los hombres de la tribu salieron.
La pelea fue rápida. En muy pocos minutos los chechenos despacharon a los nuestros a golpes de un arte marcial tan desconocido como el propio dialecto que mascullaban.
Quien pierde una pelea entre hombres, pierde también el paso en la rueda de casino y echa a perder también el amor con la mujer. Al Wn y al cabo, las tres cosas -baile, bronca y sexo- vienen a ser lo mismo: posiciones entre cuerpos. Los hombres Cabezas no habían sabido defender a sus mujeres, en adelante no sabrían contentarlas ni en el baile ni en la cama. Y abajo, en la oscuridad de la nieve, una pandilla de extranjeros bocones podía desgañitarse en ofensas contra el orgullo congrí. Todo estaba perdido.
Los nuestros fundaban una tribu para vivir soportablemente en el extranjero, se daban la ilusión de que lo extraño no los rodeaba como el frío, y ahora un puñado de tipos se permitía enseñarles que el lugar nunca les pertenecería.
Ninguno contaba, sin embargo, con que en el piso doce de la residencia, en pleno corazón de la aldea Congrí, un mulato hacía su tanda diaria de ejercicios. Golomón se apellidaba, o le decían como apodo, y si no había oído nada de la pelea era porque llevaba hundida hasta las orejas una media de mujer que le apretaba el pelo a ras del cráneo.
Golomón abría y cerraba un juego de tensores a todo lo ancho de sus brazos, nadaba en el aire con la gracia de una manta por el agua y, cuando vio pasar a los primeros heridos, no dijo una palabra siquiera, se plantó en sus chancletas de palo frente a los chechenos. La nieve pellizcaba los dedos de sus pies, el frío le almidonaba el pantalón de dormir y la camiseta. Sin gastarse en declaraciones, sin levantar sus orejeras de medias de mujer, atravesó la tropa chechena a golpes de tensor.
El enemigo, hasta entonces seguro de sus artes marciales, no dejaba de asombrarse. Mientras caía, gateaba y se batía en retirada, preguntaba con sus índices por aquella arma desconocida. Entonces, de pie en sus chancletas de palo, Golomón bautizó la espada improvisada con el primer nombre que le pasó por la cabeza.
«¡Pan con lechón!», gritó a la nieve y a la noche y a las Wguras cada vez más pequeñas que huían.
«¡Pan con lechón! ¡Pan con lechón!», repetían como alcanzaban a hacerlo las maltrechas lenguas chechenas.
No hay que agregar que las ollas cogieron presión, que se destapó el ron, que se bailó casino hasta el indeciso amanecer de invierno. Otra vez habían enseñado respeto a una pandilla de extranjeros. Respeto, una nueva arma y tres palabras nuevas para su dialecto, tres palabras que para siempre, hasta los nietos de sus nietos chechenos, signiWcarían miedo, derrota amarga.
Años después de aquella victoria, me correspondió hacer el camino por la nieve que conmemoraba la salida de Golomón. Fui durante un par de cursos Cabeza de Congrí. Luego el frío y la física atómica hicieron conmigo lo suyo, y tuve que abandonar la tribu.
«Serás siempre un Cabeza», me aseguró el último en despedirse.
Habíamos hecho juntos parte del viaje y allí se dividían nuestros caminos, yo iba a casa y él a contactar al venezolano de los aguacates.
«Te graduaste en chancletas por la nieve», alargó la despedida. «Recuérdalo siempre.»
Con el tiempo, dejé de ser Cabeza de Congrí. La última vez que estuve con la tribu ya no era uno de ellos. Habían regresado, cada uno con su diploma de estudios, y celebraban sobre el techo de una casa.
Era uno de esos días del verano en que, por prestidigitador que sea el hombre del tiempo, no convoca ni a una nube en la imagen del noticiero. Y allí estaba la tribu entera al sol, entre cubos de agua de mar, botellas con mantequilla líquida yodada. A tres cuadras de la playa, pero acostumbrados ya a las lejanías. Y se comportaban, ellos que caminaban descalzos por la nieve, como si les fuera imposible atravesar aquellas tres cuadras.
Llegaba de la cocina el olor de la carne de puerco. De un equipo de música, lo que toda la calle repetía. Y me dieron a beber un líquido rosado que fabricaban ellos mismos, con la misma agenciosidad que nos había hecho mover convoyes de frijoles negros por tierras extrañas.
Una bufanda roja servía para colar aquel alcohol, era la señal deWnitiva de que el frío quedaba atrás. Y ya que nuestro mejor ron era exportado, se proponían hacerlo traer de la mismísima nieve.
Cuando mi padre, frente al televisor, terminó su discurso, de los Cabezas de Congrí quedaba poco. Con sus tatuajes, sus escudos y sus lanzas, la tribu terminaba de cruzar, sin que nadie más que yo la viera, como nubes sobre el mapa del tiempo. Arrellanado en el sofá, un codo en la costilla de uno de mis hermanos, pensé en que la familia era sin dudas la mejor de las tribus.
Lamenté, sin embargo, no haber prestado oídos a aquella noticia extranjera en el televisor. Porque, ridículos o no, los chechenionistas chechenos conocían las tres palabras que Golomón enseñara a una pandilla. Y sería sin dudas su grito de guerra: «¡Pan con lechón!»